2 de septiembre de 1994 en Burdeos. Hacía poco más de un mes que Miguel Indurain había ganado su cuarto Tour de Francia con una aplastante superioridad. Pero en vez de disfrutar de los oropeles del éxito o de preparar el Mundial de fondo de carretera que siempre se le resistiría, el navarro y su equipo de colaboradores más cercanos se habían embarcado en una aventura incierta: batir el récord de la hora de 52,713 kilómetros que el escocés Graham Obree había registrado cinco meses antes
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